Por Manuel Cirerol Sansores (1966)
Mérida, nuestra vieja ciudad yucateca, desde su fundación allá por el año de 1542, no sabía más de incendios que los de humildes casitas de paja hasta que en ella se instalaron, a mediados del siglo XIX, las compañías de seguros contra incendios.
Desde entonces, con inexplicable matemática precisión, pueden jactarse los meridanos de haber disfrutado de formidables y espectaculares “quemazones” dignas de provocar envidia a Nerón, el cesar romano.
De tantos “accidentales siniestros” ocurridos en esta capital, el de mayores consecuencias, en cuanto a nuestra historia se refiere, fue el que durante la noche del 14 de mayo de 1935, destruyo para siempre una de las esquinas meridanas ¡La esquina del Moro Muza! Gran pena fue para los enamorados de las cosas del pasado ver a las implacables y voraces llamas convertir en míseros y humeantes escombros las recias paredes de la vieja casona que, firme en su sitio –cruzamientos de las calles 56 con 65- había luchado arrogantemente contra el tiempo durante más de tres centurias.
Esta infortunada victima ya de la fatalidad o de la maldad humana, bien merecía mejor suerte, porque si era de lo muy poco que no quedaba de la legendaria parte de nuestra Mérida donde antaño luciera el arrogante monasterio de San Francisco y la romántica “Alameda”. También a esa casona debiese la clásica esquina del “Moro Muza”, de cuya extraña denominación a pesar de su popularidad, ningún investigador o historiador, hasta donde es dable saber, presto atención alguna.
En fecha difícil de precisa, pero cuando aún dominaba en España, vino al legendario Yucatán, en pos de fácil enriquecimiento y gloria, un humilde joven hispano oriundo de la provincia de Badajos. Al igual que sucedió a muchos otros aventureros, no encontrando las fabulosas montañas de oro abandono los sueños de “El Dorado” y se puso a trabajar para no perecer de hambre. Para esto nada más natural que dedicarse a lo que él conocía. Tabernero había sido en España, tabernero sería en América.
Después de escudriñar la ciudad entera, eligió al fin un punto que consideró estratégicamente situado para su negocio por su proximidad a un cuartel que le brindaba la perspectiva de una clientela de jóvenes y alegres oficiales del “Regimentó de Dragones” siempre dispuestos a levantar las copas de buen vino español para brindar, ya por su rey o por su rica “indiana” de sus esperanzas o para recordar, en momentos de nostalgia, a la lejana patria allende los mares.
Al fin y como pudo, consiguió unos duros y abrió en el lugar indicado una taberna, precursora de las muchas que hoy teníamos. Le puso por nombre “El Moro Muza” y, en cumplimiento a la usanza de aquellos tiempos, tuvo la ocurrencia de mandar colocar, fuertemente empotrado en las paredes del Angulo del edificio un extraño busto de piedra todo pintado de llamativos colores. Dicha estatua representaba a un caballero de tex morena, ojos negros y grandes mostachos y lucia yelmo en la cabeza y cota de malla en el pecho.
Muchas veces ante la insistencia de sus parroquianos, hubo de verse obligado aquel tabernero a explicar el significado de la extraña marca de su establecimiento, especialmente porque cuando solía sobrepasarse de copas se deshacía en alabanzas sobre las gloriosas hazañas de sus antepasados, así como también agotaba su extenso repertorio de blasfemias para con el odiado “Moro Muza” ¿incongruencia? ¿Contra sentido?, nada de eso.
Por ser de donde era aquel locuaz tabernero, había sido enseñado a odiar, desde muy niño y, a nunca olvidar a Muza Ben Noseir. “El Moro Muza”, celebre capitán árabe que al frente de diez mil jinetes del desierto y ocho mil infantes, desembarco en las costas de España en lejana fecha Luna de Rejeb del año 53 -702 A.D.- para conquistar unas tras otras las más ricas ciudades que sumisas se rendían ante la sola presencia del temido moro, a quien ofrecían rico botín y aun a sus más bellas mujeres. Así siguió aquella marcha triunfal del conquistador hasta que llego a la orgullosa Mérida, la en otros tiempos célebre “Augusta emérita” de los romanos. Sus valientes habitantes cerraron puertas y desafiaron las iras del hasta entonces temido capitán.
Durante treinta días libraron una lucha a muerte, moros y meridanos, pero al fin estos, no pudiendo resistir el hambre se vieron obligados a capitular y en castigo sufrieron terribles penas. Los actos de crueldad de los vencedores, así como heroísmo de los vencidos, fueron pasando de generación en generación y por ello, siglos después, un hijo de la Mérida española, para conservar aquella tradición y aquel odio que jamás debía extinguirse, le puso de nombre a su taberna en la Mérida americana “El Moro Muza”.
Aquel pétreo “Moro Muza” desde su elevado sitial hubo de presenciar muchas cosas interesantes en el transcurrir de su larga distancia. El fin de la “colonia hispana” y el surgir de una república independiente. La increíble transformación del monasterio franciscano en una ciudadela”. Más de una vez habrá deseado tener vida al contemplar a las bellas meridanas cuando en sus calesas, justamente en su esquina, doblaban para entrar al paseo de la “Alameda”. Vio surgir ante él una calle comercial en la que unos se enriquecían y otros se empobrecían. Gozó con el pueblo cuando las fiestas que se celebraban en la “Calle Ancha del Bazar”, y a la vez sufrió cuando aquel mismo pueblo, instigado por el hambre se abalanzaban con furor de fiera sobre los acaparadores de comestibles.
Se sintió orgulloso de las nuevas calles pavimentadas y del alumbrado eléctrico. Quedó atónito al ir la primera bicicleta y el primer automóvil y, casi se salió de su sitio para seguir con la mirada al primer avión cuando cual fantástico pájaro, apareció entre las nubes. Lleno de emoción había contemplado terribles incendios tan cercanos a él como el del “Siglo XIX” del “Bazar” y varios otros, pero, jamás pensó que al fin habría de ser víctima de las llamas.
¡El destino, por su parte, dispuso que la enigmática estatua continuara viviendo, como en efecto vive y vivirá quien sabe cuántos años más! De los escombros del incendio fue rescatado, por quien estas líneas escribe, para su conservación como “reliquia colonial”, pero, cuán grande fue mi sorpresa al descubrir que el “Moro Muza” en realidad era un ídolo maya lo cual se comprobó al ser librada la piedra esculpida de la intrusa pintura que la cubría. Esta notable pieza se encuentra en nuestro Museo de Mérida.
Muy interesante tengo nexos familiares con ese desaparecido edificio
Que bueno son estos datos informativos para personas que no conocemos la historia de nuestra ciudad …a pesar de tener casi 50 años no sabía de esa esquina..
Muy interesante, gracias por darnos esta oportunidad de conocer más sobre nuestra querida ciudad de Mérida