Conrado Menéndez Díaz (1966)
-Vengo a avisarte que mañana se casa el General Alvarado. Creo que te conviene hablar con él.
Aquella noticia sensacional le fue dada en esa forma lacónica, sencilla por el doctor Diego Hernández Fajardo, el inolvidable Dieguito a don Saúl Andrade, entonces Director del Registro Civil y Oficial del Ramo en esta capital.
Eran la diez de la mañana del 27 de octubre de 1916.
Con la premura que es de suponerse el señor Andrade acudió al Palacio de Gobierno, a entrevistarse con el entonces Gobernador y Comandante Militar del Estado y al ser recibido por este, se desarrolló entre ambos el diálogo siguiente:
-Señor general me han informado que desea usted casarse mañana, y vengo a ponerme a sus órdenes. ¿A que hora quiere usted que me presente a su casa, para efectuar la ceremonia?
-No tendrá usted que venir a mi casa. Espéreme en su oficina mañana a las siete y treinta hora en punto de la noche. Seré puntual.
-Pero… mi general. ¿No preferiría usted que la boda sea en casa de la novia?
-No, amigo Andrade. Sabe usted muy bien que a iniciativa mía se ha dispuesto que todos los matrimonios se efectuasen en las oficinas del Registro Civil, y no voy a ser yo mismo el que viole la disposición legal. Considero que así como los contrayentes van a la Iglesia, para efectuar su matrimonio religioso, deben acudir a la oficina respectiva tratándose del matrimonio civil.
-Perfectamente, mi general, estaré esperándole a la hora que usted me dijo.
Al evocar el dialogo anterior, el hoy provecto cuanto cumplido funcionario -actualmente con licencia que equivale a una jubilación de facto- don Saúl Andrade, trasunta la emoción que vivió en aquellas horas. Después de narrarnos lo anterior añade:
Mi preocupación era tremenda, pues la Oficina del Registro Civil, actualmente tan bien dispuesta, tan funcional, entonces distaba mucho de ser acogedora y agradable. Fue por ello que inmediatamente me dirigí a la Tesorería General del Estado y expuse a su titular don Carlos Castillo Vera, el problema que pulsaba; en concreto le solicité la aportación económica necesaria para embellecer el local de mi Oficina a la brevedad en poco más de 24 horas. El Sr. Castillo me contestó que podía yo hacer lo que estimara conveniente, en la inteligencia de que la Tesorería habría de pagar el costo de las obras de referencia.
Cuando llega a hablar de la boda propiamente dicha, don Saúl se emociona visiblemente. Nos dice que a las siente y media en punto de la noche del día siguiente al antes mencionado, osea del 28 de octubre; se presentó en la Oficina el General Alvarado en compañía de su prometida, la entonces joven y bella señorita Laura Manzano y de los familiares de esta. Los testigos y numerosas personas de la sociedad visible de la época, inclusive los principales colaboradores del general y sus esposas, formaban parte de la comitiva.
(Nota del editor: El verdadero nombre de la prometida de Alvarado era Laureana Manzano, entonces ella tenía 23 años y el general 36. Era nieta de Juan Pío Manzano quien fuera gobernador interino de Yucatán e hija de Lorenzo Pío Manzano quien ocupó varios cargos relevantes en la política del estado.)
Dispuestos los novios para la ceremonia, con el oficial, señor Andrade, frente a ellos, sobre vino un lapso de inquietante espera -unos cuantos minutos- pero que a los presentes en el histórico matrimonio parecieron siglos. ¿Que ocurría? ¿Porque don Saúl no iniciaba sus funciones casamenteras?
Ocurría que faltaba uno de los testigos propuestos -y el acta ya estaba levantada- nada menos que el Dr. Alvaro Torre Díaz. Posiblemente el General Alvarado se dio cuenta del motivo del aplazamiento de connubio, pues pese a que la paciencia no era precisamente una de sus virtudes, en esa ocasión no dio señales de inquietud. Si la mostró en cambio otro de los testigos de la boda, el licenciado José A. Brown, quien en forma discreta le preguntó al casamentero porque no procedía a cumplir con el ritual. Afortunadamente en ese instante llegaba el doctor Torre Díaz, y comenzó la ceremonia en la que el mencionado galeano y licenciado Brown fueron los testigos del novio, en tanto que el licenciado Gustavo Arce y el hacendado Humberto Peón Suárez lo fueron de la novia.
En casa de ésta hubo después una fiesta intima, durante la cual tuvo el Sr. Andrade la satisfacción de escuchar de labios del Gral. Alvarado que éste aprobaba el retraso de la ceremonia, en vista que de había sido motivado por el deseo del oficiante de no violar la ley.
¡Y hay quienes piensan que Alvarado era un arbitrario, enemigo de supeditarse a la majestad de la ley!
El hombre que trajera a Yucatán la realidad del pensamiento revolucionario -la liquidación del feudalismo de neustro agro henequenero- el 19 de marzo de 1915, caía en las dulcísimas redes del amor conyugal año y siete meses después del arribo al Estado. Al llegar a amar a una yucateca -al formar su hogar en esta Entidad, que supo de sus mejores afanes de estadista- llegó a consubstanciarse más con nosotros. No indebidamente dijo el autor de «Las Siete Hermanas» el que fuera uno de sus colaboradores más cercanos, el Lic. Arturo Sales Díaz, en documentado artículo biográfico, que «el Alvarado que llegó a Yucatán no fue el mismo Alvarado que salió de Yucatán. Fue diamante que se pulió en el Estado».
Permítasenos cerrar estas líneas, con las que hemos querido dejar constancia del sello personal que imprimiera el gran militar y reformador sinaloense a uno de los actos más importantes de su vida privada.
Publicado en el Diario del Sureste
Fotografía: INAH.