Fernán (1889). Cualquier extranjero que en estos días visitase a Mérida, podría preguntarse con la mayor y más justa extrañeza si Yucatán es un Estado totalmente libre e independiente del resto de la República, o si formado parte integrante de ella existen Constitución y leyes diferentes que la rijan.
En efecto, parecen desconocerse aquí las sabias prescripciones de la constitución de 57 que al reconocer y acatar todas las religiones se libertan del doctrinarismo, esa rémora de ilustración y del progreso, no asumiendo ninguna religión como religión de Estado y estableciendo netamente la inaccesible valla que debe existir entre este y cualquier iglesia.
Y así nos vemos con en el pleno año 89, bajo un gobierno liberal y progresista representado por hombres que mil veces derramaron su sangre en esas eternas luchas de la libertad contra la esclavitud, de la luz contra las tinieblas, del progreso contra el fanatismo se efectúen actos religiosos externos coadyuvados por el mismo gobierno que prohíbe las procesiones, pero acepta otras demostraciones no menos trascendentales y expresivas, totalmente en pugna con las doctrinas liberales.
Por ejemplo, las rumbosas fiestas que durante más de quince días se celebran aquí en honor del Cristo de las Ampollas” ¿No sabéis quién es ese Cristo?
Tiene su tradición, fielmente conservada por el pueblo, y en pocas palabras la referiré contando en seguida la manera con que aquí anualmente se celebra la fiesta del señor de las Ampollas.
Según refiere Gala, uno de los biógrafos de la imagen, allá en remotos tiempos y en un pueblo no muy lejano de Mérida, llamado Ichmul, existía un ferviente y piadoso cura que en toda paz vivía en su curato entregado a sus religiosos ejercicios.
Parece que el cura no era pobre pues tenía un vaquero, cuyo nombre se ignora, pero que debió ser indio a juzgar por su credulidad y fanatismo.
En una ocasión, era tiempo de cuaresma, en que a causa de vigilas, abstinencias y ayunos el estómago se encuentra como vulgarmente se dice en un hilo y por consecuencia la imaginación se halla exaltada y propensa a todo género de visiones y alucinaciones, nuestro vaquero salió al campo; y cuál sería su sorpresa al ver que en el vecino monte brillaba cierta oscuridad para la desconocida. Guardó silencio sobre el particular; pero varias otras veces, precisamente los viernes de cuaresma, observó el mismo fenómeno y no dudando ya que se tratase de un milagro, corrió a buscar al cura, le refirió lo acontecido y gemines ambo se dirigieron al lugar del prodigio. No cabía lugar a duda y la intervención divina era manifestada, así a lo menos se apresuró a atestiguarlo el fiscal del cura.
El reverendo mandó a cortar el árbol y lo hizo conducir a su casa, guardándolo por algún tiempo, la tradición no dice dónde.
Presentóse de repente en el pueblo un mancebo escultor y el cura le mandó llamar ordenándole hiciese con el madero una imagen de la Concepción. Resitióse el escultor diciendo que prefería hacer un crucifijo, y yo no sé por qué (tal vez por bondad), accedió el curo a los deseos del artista. Se encerró éste en su cuarto y probablemente se puso a trabajar (aunque la tradición refiere 1que no trabajó, porque no llevaba herramienta, ni en todo el tiempo escuchóse el menor ruido) y al siguiente día fue el sacerdote a cerciorarse del estado de los trabajos. ¡Segundo prodigio! ¡El joven escultor ya concluido aparecía parado perpendicularmente en medio de la habitación, sin estar enterrado en el suelo, sin necesidad del menor punto de apoyo!
No había más remedio que declarar al Cristo obra de Dios y colocarlo en sitio preferentemente en la iglesia en donde por mucho tiempo se le rindió el debido homenaje, en cambio de no pocos milagros que la imagen operó en aquella provincia.
En 1651 celebrase una novena al Cristo, de repente sin que nadie supiese cómo, estalló un voraz incendio que en poco tiempo destruyó enteramente la iglesia a pesar de los esfuerzos del vecindario. Todos daban la imagen por perdida y lamentaban amargamente tal desgracia, cuando repentinamente los gozosos gritos del cura se dejaron oír, proclamando una nueva maravilla.
Todo se había quemado: las piedras aparecían calcinadas, los metales enteramente fundidos, pero el Cristo… firme en su lugar salía ileso de la conflagración general. Tan solo estaba ampollado en algunos lugares como evidente indicio de que había permanecido en medio de la hornaza. De aquí el nombre de Cristo de las Ampollas.
Conmovido por tantos y tan patentes milagros el obispo Cifuentes, fuese a Ichmul y a pesar de la oposición de los vecinos y del cura, cargó con la imagen y la depositó en la Catedral de Mérida el año de 1656, en donde se venera hoy día y recibe el publico homenaje de los fieles continuando en cambio su milagroso influjo y dando no poco dinero al cabildo y a su ilustrísima.
Basta ya de tradición y pasemos a las fiestas; comienzan estas el 28 de septiembre y no terminan hasta el 11 de octubre, total 14 días de fiestas y bullicio. Cada día le toca a uno de los diferentes gremios de la ciudad, albañiles, sombrereros, peluqueros, carpinteros, herreros, etc., siendo los últimos el día de las señoras y el de los comerciantes. Cada gremio rivaliza con los demás en lujo y esplendor y el programa del día es invariablemente el siguiente.
A las 4 en punto de la mañana, al rayar el alba un repique a vuelo y una espantosa salva, que infaliblemente despierta sobresaltados a los que duermen tal vez soñando con la dulzura de unos castos amores.
Cohetes, granadas, petardos, bombas, regueros de pólvora, en fin, todo lo que más a propósito hay par armar alharaca y meter ruido, a tal grado que el primer día de las fiestas, dormía yo a pierna suelta cuando comenzaron las estrepitosas y nutridas descargas: como impulsando por un toque eléctrico brinqué de la hamaca, empuñé mi revolver y en actitud hostil me coloqué detrás de la puerta, creyéndome en tiempo de guerra o tal vez pensando que se trataba de un pronunciamiento o de una irrupción de los indios sublevados.
Nada de eso: tratábase de una manifestación pacífica y no tuve más remedio que regresar a mi hamaca, maldiciendo de paso a los que tan intempestivamente habían turbado mi sueño.
Dura la frasca cerca de un cuarto de hora dando luego principio en la iglesia las funciones religiosas con sermones, orquesta y canto.
Las detonaciones continúan todo el día sin interrupción, menos nutridas es cierto, pero por su monotonía algo o más molestas que las anteriores.
Al dar las 12 del día, nuevo bombardeo para anunciar que se principia la solemne función al concluirse ésta, el gremio que da el día se retira para ceder el lugar a nuevos festejadores.
El gremio que sale y que entra recorren las calles precedidas de bandas de música y de incalculables muchedumbres de chiquillos endomingados mestizos, agitando, los unos banderas y gallardetes tricolores, los otros lanzando voladores que atruenan el espacio y paquetes de triquitraques (cohetes chinos) que causan las delicias de los chicuelos y sin piedad destrozan los tímpanos más potentes y producen insoportables neuralgias.
La tarde se pasa en preparativos para la noche y sermones y rosario.
Llega por fin la noche y una nueva andanada de metrallazos, mil veces repercutidos por los lejanos ecos, saluda las sombras que lentamente descienden y cubren la tierra.
Viene entonces la parte más agradable de la fiesta, a lo menos para los profanos.
En la plaza principal, profusa y elegantemente iluminada a giorno con millares de farolillos venecianos y algunos focos de luz eléctrica, principia la retreta o serenata, a la que verdaderamente concurre toda la gente de la ciudad y muchas familias de los alrededores.
Las beldades se exhiben, ya luciendo característico huipil y fustán, ya llevando con donaire los trajes entallados a la ultima moda y primorosos sombreros, obra de alguna modista extranjera. Y es que aquel un maremágnum indescriptible; codeándose la mestiza y la aristocrática señora; el negro, el indio, el mulato y el blanco, paséense todos orgullosos y ufanos por el mismo recinto: el barullo es inmenso, no faltando las misas, empujones y apreturas, encanto de novios como en México a la salida de los toros o en las visitas a los templos los días de la semana mayor. Dos o más bandas de música tocan escogidas piezas del repertorio moderno, mezclados con lascivos y ondulantes danzones que obligan al más flemático y pudoroso a mirar de reojo a estas encantadoras hijas de los trópicos y soñarse en el Edén o en un Harem Oriental; no faltando ni esplendente cielo, ni la clara y poética luna, ni el tibio y perfumado ambiente.
Durante la retreta pasean triunfalmente por las calles que circundan la plaza principal, un torito de fuego, no al estilo de los de México, sino un toro de cartón, doble del natural colocado sobre una carretilla y envuelto en una verdadera red de mimbres con rehiletes, bombas y cohetes. Los chiquillos a todo correr tiran de el apenas le prenden fuego; una destemplada murga les sigue, haciendo coro a los alaridos de la gentuza, formando su conjunto un espectáculo de lo más original y ruidoso.
Son tintas fuertes dignas del pincel de un pintor de costumbre. Concluido el toro, se prende fuego a los castillos, luego a las bombas, a los cohetes y correderas. Y allá a las once de la noche, cuando ya se siente uno indispuesto y mareado por la confusión y el estrépito, cada cual se retira a su casa, y la ciudad recobra el sosiego hasta el amanecer del siguiente día, en que se repite la función con idénticas variantes.
Tan solo el día de los comerciantes hay algo nuevo; todo el comercio cierra, se consumen millares de botellas de cerveza, se hacen verdaderas batallas en las calles con cohetes y triquitraques, dándose el caso que sucedan lamentables accidentes. En unas calles hay carreras de caballos y juegos de agilidad y destreza para los jinetes, como son “el anillo” y “el rompe sandías”, en otras cierran las bocacalles con vigas y se lidian toretes y aún toros casi puntuales; en fin, más y más entretenimientos en que la gente se solaza y divierte. En la noche retreta, toneles de pólvora gastada en salvas, ¡gran zumba de comerciantes y dependientes… y la mar!
¿Y volviendo el principio de mi carta, no es cierto que este pueblo tiene leyes especiales y es autónomo de su gobierno? Y teto más extraña cuando que no ha mucho dilucidase en México la cuestión del culto externo prohibido por las leyes de Reforma, cuando se pensó el celebrar en la capital la coronación de la Virgen de Guadalupe.
Las más hábiles y caracterizadas plumas trataron el asunto, y el principio liberal salió triunfante, pues se prohibieron totalmente las demostraciones públicas, así como arcos templetes, gallardetes y demás adornos por el estilo; hasta algunas fuertes multas se impusieron a particulares que adornaron sus balcones, y en ellos pusieron altares y farolillos el 12 de diciembre.
Pero aquí, quantum mutatus ab illo; no solo hay castigo, ni siquiera cumplimiento de las leyes, sino que se tolera y aun se ayuda.
¿No es esto gran culpabilidad de parte del gobierno? Porque es un hecho fuera de duda que el gobierno coopera a estas fiestas.
¿Y si no, porque permite la algazara y el estruendo? ¿Por qué presta los lugares públicos para que se adornen y en ellos se levanten templetes? ¿Por qué permite las procesiones en que no falta más que el santo’ ¿Por qué en los mismos balcones de la nueva casa de gobierno 8hoy en día en reconstrucción, pero ocupada ya por oficinas del Estado) se tolera que se prendan fuegos artificiales?
Todo esto es muy raro y tal vez merecería un poco de más cuidado y severidad por parte de las autoridades, que celosas del cumplimiento de su deber, debían seguir en todo el ejemplo de la Metrópoli, donde residen los Poderosos Supremos.
Y sin ir muy lejos, debían imitar también el ejemplo que les dio el gobernador Palomino, cuando en idéntica situación el año pasado, mandó derribar los arbustos y adornos que para la fiesta había colocado el pueblo en las calles, prohibiendo además todo acto que constituyese un culto externo y metiendo a la cárcel a algunos refractarios, Y terminaremos diciendo “lástima de pólvora gastada en salvas y dinero pagado por misas y sermones.” Que bien empleados estarían el uno en fundar hospitales y escuelas, y la otra para combatir al indio, espada de Damocles, siempre suspendida sobre Yucatán, en su misma frontera, casi en sus mismos terrenos. (Publicado en Diario del Hogar, 16 de octubre de 1889, Ciudad de México)