Por Eduardo Aznar (1955)
Hacia principios del siglo XIX, cuando en la muy noble y muy leal ciudad de los Montejo comenzaban ya a insinuarse en el histórico curato de San Juan y bajo los auspicios y patriótico entusiasmo del gran padre Velázquez los primeros intentos de independencia, en el ángulo noreste que formaban las entonces calles de Chuburna y Santa Lucía (55 por 62), había una casa baja, la que hasta hace algunos años conservaba casi integro su sello colonial, que en solo alguno que otro detalle y a causa de la carcoma del tiempo había velado su integridad.
Vivían en dicha casa dos respetables matronas, cuya edad guardaban como se guardan los méritos quienes tienen la majadería de poseer una espina dorsal carente de flexibilidad. Estas buenas ancianas no podían revelar su trascendental secreto ni a su mismísimo padre espiritual, cuando semana a semana acudían al tribunal de la penitencia a descargarse de sus culpas y a acercarse el domingo al sagrado convivió con sus almas ya depuradas y sus conciencias plenas de diafanidad merced a un “ego te absolvo amen”.
Pasaban los plácidamente monótonos días haciendo añoranzas del tiempo que no retorna, y dejaban transcurrir las horas entre voluptuosas evocaciones de fantásticos e imaginarios romances de los que en todos saliera vencedora su acrisolada virtud (según ellas), y no se tome a ofensa póstuma esta salvedad.
Por el tiempo a que nos referimos, aquellos dos respetables monumentos vivos originarios del siglo XVIII reconcentraron sus ya trasnochados afectos y cariños en un loro y un gallo, quienes llevaban vida cardenalicia. Parece que no estaban muy conformes con el celibato impuesto por las circunstancias y la irremediable virtud de las buenas señoras.
Por supuesto que esta arbitraria abstención pesaba más en el gallo, quien a no haberse desviado su destino, hubiera podido ser un digno precursor de Chantecler. En el espoluso bípedo, “el ocio y los regalos” debidos a la originalidad y largueza de Purita y Pepita, pues que así se llamaban las dos protagonistas de esta historia verdadera” no bastaban ni con mucho para dejase de sentir cada vez más furor, por las nostalgias del gallinero. En cuanto al lorito, mas filosofo que su colega de dulce cautiverio, se pasaba los días ingiriendo recipientes de sabrosos chocolate, frutas de la estación y demás bocadillos suministrados por las virtuosas señoras, quienes dicho sea entre paréntesis, su vida se deslizaba en forma más que cronométrica.
Tan estoica era la filosófica del bípedo parlante, que parecía no dolerse de no ver más que con un solo ojo, pues el otro le había sido extirpado, no sabemos si en alguna crisis nostálgica del incomprendido gallo.
Todas las tardes, al sonar el toque del ángelus, así de elevar sus preces Purita y Pepita, se sentaban a la mesa haciendo una comida menos frugal de como suele hacerse a la edad ya próxima al misterio. Después de esta unos momentos en la puerta en sendos butacones asomándose como de costumbre a las fantasías de un pasado lejano como imaginativo, la primera de ellas, quien con los bostezos comenzaba a sentir los estragos del sueño, pronunciaba la frase sacramental “cada mochuelo a su olivo”. Pausadamente, se dirigían a su habitación donde su fámula septuagenaria les había ya puesto sus lechos colgantes (vulgo hamacas), y demás menesteres nocturnos. Luego de hacer sus oraciones, apagaban la velita de sebo diciendo recíprocamente: Buenas Noches.
En dos bien mullidas cestas amorosamente colocadas en la misma habitación, reposaban el loro y el gallo. Este último, una de las tantas noches y antes de que las buenas ancianas se dirigiesen a tomar la horizontal, estaba más airado que nunca, y el buen lorito gozándose en mala hora de los encantos de consolar al triste, se le aproximo, ¡más nunca lo hiciera! No bien tuvo cerca el gallo al loro, le asesto tremendo picotazo privándole del único ojo que le quedaba. Al sentir el lorito tal ambiente de tinieblas, lejos de hacerse cargo de la cruel realidad y con su optimismo peculiar, musito con tranquilidad “Buenas Noches…”. Al infeliz, le pareció que la velita se apagaba como de costumbre y no que con su única linterna sucediese para siempre.
Es probable que después habría irremediablemente resignándose a tan no esperada desazón, en cuanto a las buenas ancianas, tanto por librarlo de nuevos desaguisados, como por tenerle siempre consigo, cuando durante el día y cerca de la ventana cosían o liaban cigarrillos de “jolocch” lo que dicho sea de paso, dizque hacían con primor, le aposentaron en una confortable jaula a la verja de la calle. El pobre lorito no cesaba de repetir “Buenas noche… buenas noches…”
De tanto verse colgada de la ventana la jaula con el loro, y oír su invariable estribillo, chicos y grandes dieron en llamar a aquella esquina la del Loro.
Cierta mañana, el animalito amaneció tieso, Purita y Pepita después de verter algunas discretas lágrimas en honor del plumífero desaparecido procedieron a su inhumación a la sombrea de una copiosa higuera tan fecunda como la higuera maldita de la que hablan las sagradas escrituras.
La jaula vacía permaneció algún tiempo colgando de la ventana hasta que las inconsolables viejecitas mandaron a construir un loro de madera lo más semejante al desaparecido. Meses más tarde, habiéndose reunido el cabildo en sesión ordinaria, y a falta de asuntos que tratar, se acordó, por unanimidad, que aquella fuese denominada oficialmente la esquina del Loro y para el efecto, con todas las formas de hoy, se solicitó al siguiente día a las propietarias de la casa de nuestra historia, el lorito de madera, para ser puesto en lugar visible de la añosa fachada y con la respectiva leyenda.
Hasta hoy (1955) es conocida esta esquina de las calles 62 por 55 como la esquina del Loro, y antes de que la piqueta modernizadora y redituable acabara con la vieja casona, allá estaba en visible parte de la fachada un loro de madera o de metal, que habrá pasado a manos de los propietarios actuales o sus sucesores o quizá esta en algún basurero. Esa equina donde hasta el presente existe una tienda de abarrotes tuvo un competidor por un tiempo exactamente contra esquina (donde hoy existe un edificio con oficinas del ISSTE Y la SEP) que se aferró a la historia, y le llamo a la tienda “El Verdadero Loro”. Al fin triunfo la original de la leyenda como hasta el presente.
Muy interesante .
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¡Saludos!
Muchas gracias. En estos días de encierro hacen falta Buenas lecturas como ésta de la esquina del loro. Enhorabuena.
Excelentes historias.
Gracias …