El ángulo norponiente de la esquina de la calle 58 con 59 ha tenido diversos usos, y durante casi treinta años estuvo ocupado por una monumental mole sin beneficio alguno.
Dicho espacio fue parte de los terrenos jesuitas del Colegio de San Francisco Javier, establecido en el siglo XVII y que funciono hasta la expulsión de la orden en 1767. Atravesaron epidemias y carencias pero el colegio sobrevivió, hasta que la suerte de los colegios jesuitas se cegó el 6 de junio de 1767 cuando el capitán Cristobal de Zayas Guzmán hace cumplir la cédula de Carlos III, quien expulsa a la compañía de Jesús de los territorios españoles.
Una vez declarada la independencia de Yucatán de España, y con su posterior anexión a la nación mexicana, el Congreso Constituyente yucateco de 1823 ocupó, el aula magna y algunos espacios del antiguo Colegio de San Francisco Javier. A principios del siglo XIX fue abierto el callejón del congreso.
El espacio que hoy ocupa El Palacio de la Música fue vendido a particulares, se sabe que a principios del siglo XX era ocupado como residencia, posteriormente se convirtió en Hotel Madrid y luego en sede del Club Mérida.
A finales de los años cuarenta la casona fue demolida y se inició la construcción del que prometía ser un descomunal rascacielos en el centro de Mérida.
La estructura de acero reforzado fue encargada al arquitecto Leopoldo Tommasi López a solicitud de la Aseguradora Latinoamericana. De manera inesperada, recibió la orden de suspender temporalmente los trabajos por falta de presupuesto a principios de 1949. Meses después le comunicaron al arquitecto la suspensión definitiva de la obra.
En los primeros años de la década de los sesenta la mole inconclusa fue vendida y se pretendió como un futuro hotel. Se construyeron plafones, aumentaron columnas, se le agrego una losa serpenteante en el ángulo noroeste. Meses después los trabajos se suspendieron nuevamente.
Según publicó el Diario de Yucatán en julio de 1976, existía la versión de que se «embelleció» el edificio para enganchar a la esposa de un ex presidente a la sociedad que trabajaba el edificio. Para ello consiguió a crédito materiales de un empresario regiomontano de apellido Elizondo López quien demando a la sociedad por falta de pago y terminó quedándose con la propiedad del predio y la mole.
El edificio de 20 metros de altura, se convirtió en un referente de la ciudad aunque no por su belleza ni importancia, sino por su grandeza y su nulo beneficio; por lo que el clamor popular le bautizo como el «Elefante Blanco».
En 1967 durante el gobierno municipal de Víctor Correa Racho se consiguió eliminar los pisos superiores aunque se dejo en claro que era un peligro latente por su estado de abandono. Y aunque en realidad para lo único que sirvió fue para ser usado de estacionamiento; en el papel fue sede de una aseguradora, de un hotel, de un centro comercial y hasta se planteo como condominios.
Las administraciones municipales posteriores intentaron, sin éxito, encontrarle alguna utilidad a la enorme mole y es que además el predio se encontraba desde 1963 en un juicio de embargo promovido por Elizondo y cuya sentencia se emitió hasta 1975.
El 25 de julio de 1978 sucedió lo que muchos temían; una de las cornisas superiores del edificio se desplomo después de una fuerte lluvia. Falleció en el lugar el profesor Pedro Pinzón Sanchez resultando heridas otras personas.
Entonces se agilizó el proceso de expropiación durante la administración del entonces presidente municipal Federico Granja Ricalde y durante la siguiente de Gaspar Gomez Chacon; siendo gobernador Francisco Luna Kan.
Finalmente el predio pudo ser adquirido por el Gobierno del Estado a principios de la década de los ochenta y se demolió parcialmente para adaptarse como sede del Congreso del Estado. El arquitecto Orso Núñez, coautor del Conjunto Cultural de Ciudad Universitaria de la UNAM, al sur de la Ciudad de México, llevó a cabo el proyecto para la reutilización de esta estructura como recinto legislativo.
Así, después de más de un siglo de utilizar el aula magna del Colegio de San Javier como recinto legislativo, los diputados se trasladaron en 1981 a su nueva sede, la cual contaba con todos las modernidades de aquel entonces. La construcción del edificio costo 46 millones de pesos. Dicha aula, conocida popularmente como «el congresito» fue recientemente entregada a la Universidad Autónoma de Yucatán aunque en tiempos pre-pandemia solo era utilizada para eventos puntuales.
Tras casi treinta y cinco años de servicio, aquel edificio que presumió de modernidades; resulto insuficiente para la actividad legislativa, pues se construyo una nueva Cámara de diputados en el poniente de la ciudad en los límites del periférico. Bastante alejado de la mayoría a quienes representan.
Los daños estructurales, además de la mencionada incompatibilidad con el entorno del Centro Histórico inclinaron la balanza hacía la demolición del edificio.
En enero de 2016 inició la construcción del ‘Palacio de la Música’, en la presentación del proyecto ocurrida en el diciembre anterior, se aseguro que este espacio combinará el pasado, presente y futuro de la producción artística de la entidad.
Estas grandes obras siempre son motivo de suspicacia respecto a cual es la justificación para su construcción y desarrollo, cosa que ocurre con las faraónicas obras que cada gobierno estatal emprende. Algunas acaban siendo funcionales y otras convirtiendose en elefantes blancos.
El Palacio de la Música cuenta con una sala de conciertos con capacidad para más de 400 personas, así como un museo virtual con videoteca y fonoteca, en el que se empleará la tecnología más avanzada.
Tuve, por absoluta casualidad, el honor de ser el primer visitante del museo que alberga el Palacio de la Música en junio de 2018. Entre lo positivo que pude destacar era que la exposición es interactiva en muchos sentidos. Lo que me pareció, cuanto menos innecesario, la reproducción de la fachada del Museo de la Canción Yucateca cuando este se encuentra a escasas cinco cuadras.
Esperemos que pueda consolidarse como institución que apoye a la creación de músicos locales de todo tipo de género, más allá de los clichés en los que se puede encasillar a la música local.