La mano roja, leyenda de Uxmal

Antonio Mediz Bolio (1903)

Era una excursión de vacaciones a las ruinas de Uxmal.

Un encendido crepúsculo de agosto moría en el horizonte de los henequenales cuando volvimos de las ruinas a la cercana hacienda. Sentados al poco rato en torno de los restos de nuestra apetitosa cena, el arrugado viejecillo que nos había acompañado a través de los escombros de la muerta Uxmal, extendió solamente el brazo hacia la ciudad maya y en su expresiva lengua nos dijo:

“Voy a contaros, aunque a riesgo de que no la creáis, la historia de la mano de sangre que con tanta admiración habéis visto impresa sobre el muro, a la entrada del palacio de las monjas. Es una historia que pocos saben. Yo he mirado a muchos extranjeros curiosos detenerse frente a la sangrienta señal y he visto en sus ojos azules muchas conjeturas; pero nunca les he dicho la vieja historia que voy a referir por vez primera desde que me la contó mi bisabuelo, uno de los últimos caciques, hace muchos años.”

Al llegar aquí el narrador se detuvo un instante; y luego irguiéndose con una majestad que me hizo pensar en los antiguos Chilames diciendo sus augurios, prosiguió.

“Estaban muy lejos aún los días en que vinieron los “Dzules” a la tierra del indio. Y entonces, esos muros derruidos, esos edificios misteriosos y abandonados, eran una gran ciudad en que fueron muy poderosos los dueños del país. No se sabía del fuego traidor que lleva el frio de la muerte desde gran distancia, ni se sabía tampoco de muchas cosas que vinieron después con los blancos”

Y por esos tiempos dicen que vivió en Uxmal un príncipe que se llamaba Ceh y le decían así porque era ligero y hermoso como un venado salvaje, siempre en los rudos combates contra los belicosos vecinos se le vio ser el más valiente entre los guerrero; y todos los hombres del Uxmal le respetaban y todas las mujeres sonreían cuando las miraba con sus ojos profundos y negros.

Y el príncipe Ceh puso su amor en la más bella de las vírgenes mayas, en la hermosa “Ek” que quiere decir estrella. Y la joven amó intensamente al príncipe guerrero, nervioso como el ciervo de los bosques y vencedor como el tigre de los cerros.

Pasaron los días y los ratos de la luna vieron muchos dulces coloquios de los amantes bajo las anchas copas de los grandes ceibos plantados por los viejos reyes, coloquios que muchas veces sorprendió el sol acechando tras los “uitzes” soñolientos.

Uxmal

Y las lunas que se iban contaban a las lunas que habían de venir los amores tranquilos del guerrero y de la doncella hermosa. Y cuentan que una luna envidió la dicha de los amantes y en su luz pálida y triste derramó sobre ellos una maligna influencia.

Y pasó una cosa horrible.

El rey de Uxmal, el hermano de Ceh, un sañudo rey que había adornado muchas veces su frente con las quijadas que arrancó a los vencidos en las luchas, vio una ocasión a la hermosa “Ek” y la linda joven, exuberante y gallarda en su juventud, como una primavera, hizo brotar en el pecho del monarca una pasión maldita. Él era el señor de las vidas y las haciendas de sus vasallos, y así, cuando lo quiso, en el absolutismo de su poder, mandó a sus servidores que le llevaran a la hermosa virgen, así tuvieran que arrebatarla de su hogar o de los brazos de su madre. ¡Lo quería él y eso bastaba!

Pero cuando los guerreros del rey llegaron a la choza de la amada del príncipe Ceh, supieron que había huido, quien sabe a dónde. El rey se exasperó y mandó a matar a los enviados jurando que poseería lo que anhelaba. Y lo volvió a jurar cuando al cabo de tres días uno de sus cortesanos le dijo dos cosas: que la bella Ek se había refugiado asaltada por siniestros presagios en el sagrado retiro de las vestales de Zuhuy-kaak, la virgen diosa, y que la doncella que buscaba el rey era la amada de su hermano, Ceh, el príncipe.

No se intimidó el rey ante la idea del sacrilegio ni ante el cariño fraternal, y esa noche no durmió acariciando en su mente proyectos malditos.

Mientras tanto, el príncipe Ceh, buscó inútilmente a la adorada de su corazón y pregunto a todos por ella. Y a la noche tercera, cuando vagaba silencioso bajo los viejos árboles, mirando sombríamente al cielo cubierto de estrellas, como buscando a su amor, vino a él una anciana que lo había cuidado cuando era niño y le dijo al oído, con el misterio trágico de las grandes revelaciones, algo que hizo estremecerse al joven guerrero. Y después, al poco rato, transformado y anhelante por el siniestro aviso, esperaba en el umbral del palacio de las Vestales, semi-oculto en las tinieblas, apretando convulsivamente su cuchillo de obsidiana, entre sus dedos crispados por un supremo sacudimiento que levantaba en su pecho, oleadas de un odio, tan grande, tan infinito como su amor.

Y vio de pronto venir a un hombre que se dirigía hacia la puerta del sagrado retiro de las vírgenes, silencioso, deslizándose entre los arbustos vecinos, caminando con la intranquilidad, con los pasos recelosos con que se va al crimen. Era el hombre que aguardaba. Se alejó cautelosamente, como el tigre que acecha a su presa, y dejándolo llegar hasta la puerta del palacio, dio un inmenso salto con toda la potente agilidad de sus músculos de felino y como un rayo cayó sobre él, hundiendo muchas veces su implacable puñal en el pecho de su víctima que sin exhalar un solo gemido se desplomó expirante en el umbral del palacio, en medio del terror de la sorpresa.

Y el príncipe se irguió con la satisfacción del triunfo y apoyó la diestra, tinta en caliente sangre, sobre el muro de piedra, contemplando sus obscuras pupilas trágicamente dilatadas, el inmóvil cuerpo de su hermano.

Y desde entonces se ve en la entrada del palacio de las “Monjas”, como se llama, hoy, esa mano roja que nadie puede borrar, porque los dioses antiguos la eternizaron en piedra, como un siniestro recuerdo del fratricidio consumado por el amor.

Y de la hermosa “Ek” solo puedo decirnos que, según me contaban, su alma voló al cielo y es esa estrella brillante como ninguna, que sale al amanecer…

El viejecillo al terminar sonrió entre la amarga y tranquilamente y luego, decidiéndose de nosotros, se retiró.

Y mirándolo alejarse, taciturno y melancólico a través de las palmeras de la “manga”, mi imaginación aleteaba inquieta con el misterioso relato oído de los propios labios de uno de los postreros vástagos de la raza doliente y humillada, que fue protagonista de tantas tragedias y de tantas glorias.

Y al día siguiente, cuando de vuelta a las ruinas pasamos junto a la mano de sangre que se destaca implacablemente roja sobre el viejo granito, todos la miramos con el silencioso respeto con que se pasa junto a una tumba.

 

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